Venía a la ventana de mi casa y me miraba fijamente con sus ojos amarillentos verdosos, como pidiéndome que le diese algo de comer. Era una gata abandonada de una médica que tenía una casa en los alrededores de la mía, y se mudó a un piso en Dénia.
Era para mí un misterio, porque no sabía dónde estaba durante todo el día, sólo sabía que aparecía en mi ventana por las noches, cuando yo volvía de trabajar. A través del cristal podía oír su susurro, típico lenguaje de los gatos cuando son felices. Quizás al encontrarnos, mi mirada le daba felicidad dentro de su soledad. Un abandono incomprensible que aceptó porque no tenía más remedio.
Para que pudiese pasar las noches frías a cubierto, dejé la ventana abierta de una caseta que tengo en mi jardín. Allí le preparé su cama con una buena manta. No podía vivir conmigo porque mi pastor alemán la había perseguido y atacado varias veces, gracias a Dios siempre se pudo escapar. Poco a poco, con el tiempo, se fue creando entre esa gata misteriosa de la noche y mi alma una especie de conexión. Y le di mi amistad y mi apoyo.
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